Año 2023, Mayo, 27. Foro N° 6.
La tristeza, con su gran cúmulo de sinónimos, difíciles de separar con precisión (aburrimiento, angustia, depresión), no es ciertamente un sentimiento deseable o atractivo. Nunca lo ha sido, aunque se le haya tenido cierta estima en los círculos literarios y filosóficos.

Desde la Segunda Guerra Mundial, tal vez con la intención de dejar atrás los horrores de lo ocurrido, se ha intentado eliminar la tristeza para proponer una visión de la existencia bajo la bandera de la serenidad perfecta. Sin embargo, la tristeza forma parte de la vida y nos ayuda a captar la riqueza de sus matices; también contiene valiosas lecciones para vivir bien. Tratar de suprimirla sería como eliminar la noche del curso del día: eliminar la tristeza significa excluir la posibilidad de acceder a los sentimientos y actitudes especulares, como la alegría, la paz, la creatividad y el gusto de vivir.
La tristeza como enfermedad
En 2007 se publicó en Estados Unidos un estudio titulado La pérdida de la tristeza [1]. Se ha observado una preocupante tendencia a confundir la tristeza motivada (tristeza con causa) con la depresión (tristeza sin causa). Mientras que la segunda necesita ser tratada, incluso con medicamentos, la primera es importante para una vida humana sana y rica. Por desgracia, esta tendencia se ha acentuado en los últimos años.
En el ámbito de la psicología y la psiquiatría, el ejemplo más emblemático viene dado por la última edición (la quinta) del texto de referencia más autorizado para la salud mental, el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5), publicado en 2013 [2]. Ha terminado por patologizar los comportamientos y las tendencias que expresan tristeza, prescribiendo un tratamiento desde la infancia (algo que las ediciones anteriores nunca habían hecho). Pero esto devaluó aspectos fundamentales e incuantificables de la vida humana, como las relaciones interpersonales (y la propia relación médico/ paciente), los sentimientos, todo lo que tiene que ver con la dimensión subjetiva e irrepetible del ser humano, presentando una imagen cada vez más enferma del hombre. El DSM-5 ya no distingue entre tristeza y depresión, eliminando así una amplia gama de situaciones en las que es correcto y saludable sentir tristeza.
El psiquiatra Allen Frances, que editó la anterior edición del DSM, está preocupado por la tendencia a tomar fármacos para deshacerse de los sentimientos desagradables: «Nos estamos convirtiendo en una sociedad que toma pastillas (…). Intentar adormecer el psiquismo con drogas para conseguir una serenidad artificial y a la ‘medida’ puede tener graves consecuencias para la salud mental, distrayéndonos del esfuerzo de buscar puntos de referencia indispensables para una vida sana, como la familia, los afectos, las relaciones, la actividad física, los pasatiempos, la lectura y las actividades al servicio de los más necesitados: «Superar los problemas de forma personal normaliza la situación, nos ayuda a adquirir nuevas habilidades y nos acerca a las personas que pueden ayudarnos […]. La capacidad de experimentar dolor psicológico tiene un gran poder de adaptación y sirve para lo mismo que el dolor físico: señala que algo ha ido mal. Al convertir el dolor psicológico en un trastorno mental, terminamos por cambiarnos radicalmente a nosotros mismos […].
Si no podemos soportar la tristeza, tampoco podemos ser felices» [3].
Detrás de este enfoque «técnico» de la angustia hay, obviamente, enormes intereses económicos, sobre todo por parte de las empresas farmacéuticas.
La marginación cultural de la tristeza
A nivel religioso, las propuestas de ‘serenidad perfecta’ han tenido mucho éxito. El ‘New Age’ es una de las más famosas. La misma tendencia se ha observado en el ámbito terapéutico, especialmente desde los años 60. B. Rosenthal introdujo el término ‘opiatismo’ para designar a los grupos que pretenden escapar de las situaciones y dificultades de la vida ordinaria ofreciendo gratificaciones económicas. Este tipo de experiencias, como la de reunirse con grupos los fines de semana en un lugar agradable y relajante, lejos de la ciudad y de las ocupaciones ‘alienantes’, son en última instancia poco útiles, porque evitan la confrontación, idealizan una situación artificial y conducen a la separación del aspecto cognitivo del afectivo [4].
Rosenthal reconoce que estas formas de asociación han llevado a la liberación de potencialidades emocionales y relacionales que son positivas en sí mismas, pero que han acabado adquiriendo un sentido ‘opiáceo’, convirtiéndose en un calmante anestésico de la ansiedad y la frustración, acentuando la sensación de aislamiento de la sociedad y, en última instancia, impidiendo la realización de cambios importantes y necesarios en la propia vida.
Otro signo preocupante de la marginación de la tristeza es la creciente difusión entre adolescentes y jóvenes de la ‘alexitimia’, es decir, la incapacidad de reconocer y expresar la propia experiencia afectiva, una situación de frialdad y superficialidad crónicas. Esta condición de ‘anafectividad’ puede llevar a que se produzcan graves daños a uno mismo. Numerosos casos de prostitución de menores pertenecientes a familias de clase media/alta demuestran que, en la mayoría de los casos, se trata de adolescentes que padecen alexitimia, incapaces de percibir las consecuencias destructivas de la promiscuidad sexual. Además de los fármacos, el alcohol y las drogas están cada vez más extendidos y se fomentan públicamente como formas de compensar el vacío interior y la tristeza de la vida.
Los refugios virtuales
La tendencia a la anafectividad puede verse alimentada por la revolución digital, que ha revelado, junto con un indudable abanico de posibilidades y recursos, nuevas formas de trampas mentales. La enorme oferta de las redes sociales también puede ser una forma de escapar de la tristeza y de la incapacidad de estar solo. Ya se ha señalado que la dimensión corpórea es indispensable para la verdad de las relaciones, especialmente para la capacidad de reconocer y expresar los sentimientos [5]. Las investigaciones llevadas a cabo sobre este tema entre los estudiantes universitarios revelan una preocupante falta de capacidades empáticas (para reconocer y comprender un estado de ánimo diferente al propio), vinculada en particular a la gran cantidad de tiempo que se dedica a los medios digitales. Se consideran una forma de escapar de sentimientos desagradables, como la soledad y la tristeza.
S. Turkle lleva muchos años estudiando el tema de la comunicación en las redes sociales, sobre todo entre los jóvenes y adolescentes. En su última investigación confiesa con asombro que la mayoría de los entrevistados nunca hablan de un ‘interés’ o ‘deseo’ de aumentar sus relaciones. Por eso, navegar por la red acaba convirtiéndose en una huida de la realidad, en primer lugar, de uno mismo: «El aburrimiento y la ansiedad son señales que empujan a una mayor participación en la realidad de las cosas, no a escapar de ella […]. En general, la experiencia del aburrimiento está directamente relacionada con la creatividad y la innovación» [6].
El aburrimiento, la tristeza y la soledad son, sin duda, fuentes de sufrimiento, pero también son la puerta de entrada a las posibilidades más elevadas del ser, como la creatividad, la verdad de sí mismos, la empatía y la compasión. Podemos ser creativos cuando no negamos nuestra vulnerabilidad y fragilidad, sino que aprendemos a abrazarlas [7].
En el año 2013, el cómico estadounidense Louis C.K. (de nombre artístico Louis Szechuan) fue invitado a dar una charla en un programa, y explicó por qué no le parecía apropiado comprar un teléfono móvil a sus dos hijas. Entre otras razones, mencionó la necesidad de entrar en contacto con la tristeza, escuchándola, sin tratar de escapar de ella con dispositivos electrónicos. Esta valoración surgió de una experiencia personal que le afectó profundamente y que le llevó a concluir que, sólo porque no queremos ese primer sentimiento de tristeza, tratamos de alejarlo con nuestros teléfonos. De este modo, nunca nos sentimos completamente felices ni completamente tristes. Simplemente sentimos que estamos contentos con nuestros productos tecnológicos [ 8].
La desaparición de la tristeza, confundida con la depresión, no ha mejorado ciertamente la calidad de vida, sino que ha exacerbado su malestar y sufrimiento.
La enseñanza de la tristeza
La tristeza fue muy estudiada por los antiguos, que reconocieron su complejidad y profundidad. Santo Tomás dedica varios tomos de la Suma teológica a este sentimiento. Para Tomás, la tristeza es un modo de dolor, un dolor del alma. Al igual que el dolor corporal, la tristeza es una campana de alarma que debe ser escuchada y no reprimida, porque invita a mirar un bien ausente pero necesario, y al mismo tiempo permite comprender el sufrimiento de los demás: la tristeza está, en efecto, asociada a la pena, a la angustia, a la pereza, a la envidia, a la ira y a la misericordia. [9].
Este tipo de tristeza (que Tomás llama ‘moderada’) favorece la vida interior, tanto intelectual como espiritual, porque lleva a dejar de lado las distracciones y divagaciones inútiles, y por tanto «puede ayudar a adquirir la ciencia, principalmente de aquellas cosas por las que el hombre espera poder librarse de la tristeza. […]. Así como el disfrute del bien hace que se busque el bien con mayor avidez, también el dolor o la pena por el mal hace que se huya del mal con mayor esfuerzo. Por otra parte, sería mucho más grave y peligroso no tener la posibilidad de percibir o rechazar el mal por uno mismo, alejándose de lo que es el verdadero bien para nosotros.
Otro aspecto interesante, en consonancia con lo señalado anteriormente, es que la tristeza no se opone en sí misma a la alegría, porque pertenece a aspectos diferentes de la vida humana [10].
El tipo más grave de tristeza es la acedia, la incapacidad de apreciar y disfrutar el bien, hasta el punto de rechazarlo, revelando un vacío desolador: «De ahí que la tristeza en sí misma no implica ni algo laudable ni algo vituperable. Es digna de encomio la tristeza cuando proviene de un mal real, ante el cual permanece moderada. Es, en cambio, vituperable cuando proviene del bien, o es tristeza excesiva del mal. Cuando la huida de la tristeza se convierte en la única motivación de la acción, lleva a hacer cualquier cosa para librarse de ella, impidiendo hacer el bien, y es este posible resultado final el que la convierte en malvada. Muchos actos de violencia gratuita están relacionados con este vacío interior, con el aburrimiento, que se intenta desterrar desesperadamente.
Estas aclaraciones muestran la gran diferencia entre la doctrina cristiana y otras propuestas, como la New Age, que identifican la experiencia espiritual con el simple ‘sentirse bien’, y quieren hacer de la serenidad perfecta la meta de la vida. Por otra parte, hay una tristeza sana y necesaria, como la de quien comparte los sufrimientos de los que ama (cf. Rm 12,15) o la de cuando uno está a punto de enfrentarse a una prueba decisiva que es coherente con la elección que ha hecho. Es la tristeza que también experimentó Jesús. «Mi alma está triste hasta la muerte» (Mc 14,34), dijo a sus discípulos en el momento más dramático e importante de su vida. El criterio de interpretación es más bien la coherencia con los valores elegidos, y esto implica a veces la tristeza (cf. 1 Pe 1,6-7), entendida como purificación y verificación del fundamento de las propias acciones. Es una situación similar al momento de la prueba (cf. Dt 8), que pone al descubierto el corazón humano, revelando a menudo verdades sorprendentes.
Remedios para la tristeza
En cuanto a los posibles remedios, Santo Tomás nos invita en primer lugar a expresar nuestra tristeza, por ejemplo, llorando y lamentándose, o a cuidar nuestro cuerpo durmiendo o tomando un baño caliente.
Manifestar la tristeza es una forma de enfrentarse a ella y de tomarla en sus manos, un acto profundamente terapéutico y de reflexión psicológica.
En segundo lugar, recuerda la importancia fundamental de las relaciones: cuando se comparte el dolor con un amigo, la tristeza de los demás puede convertirse en una fuente de consuelo. La actividad intelectual también es útil, especialmente la contemplación de la verdad y la unión con Dios, cuyo deleite es mayor que cualquier dolor.
Estas consideraciones se inspiran en la necesidad de leer lo que se mueve en el corazón, diferenciando el propio sentimiento, sin tomarlo acríticamente como criterio de verdad. También se reafirma el poder de la libertad, que siempre queda en manos del hombre, y de la fe en el Crucificado, que hace posible lo imposible.
Ignacio de Loyola, en consonancia con lo observado anteriormente, ofrece una compleja valoración del estado de tristeza, que califica con el término ‘desolación’. Puede tener diferentes significados y posibles lecciones [23]. Ignacio se preocupa sobre todo de señalar la importancia de una tristeza capaz de mantener el espíritu despierto, de mantener la vigilancia y sobre todo de invitar a la humildad, condiciones indispensables para progresar en la vida espiritual.
La vigilancia es fundamental para una correcta lectura de la tristeza: sentirse incapaz no significa serlo, y este juicio de verdad sobre la experiencia es decisivo para los pasos posteriores. Por eso San Ignacio recomienda encarecidamente: «en tiempo de desolación nunca hacer mudanza, más estar firme y constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal desolación, o en la determinación en que estaba en la antecedente consolación» [11].
Por lo tanto, nunca se debe decidir en base el ánimo inmediato, porque se corre el riesgo de ser llevado a donde no se quiere ir, siguiendo sólo el viento de la emoción, sin reconocer el valor de lo que está en juego. Por eso, la tristeza como ‘sacudida del alma’ es una ayuda, una invitación a descender a las profundidades de la vida espiritual, teniendo cuidado de no identificarla con una vida de gracia y serenidad. De hecho, carecer de preocupaciones o remordimientos puede conducir a una peligrosa tosquedad interior.
Aprovechar el momento actual
La tristeza puede, sobre todo, recordarnos el valor del tiempo, de las personas y de las posibilidades que no siempre estarán a nuestra disposición. En una novela de G. Carofiglio, el protagonista se entera por un amigo íntimo de que su esposa de 34 años ha enfermado y ha muerto en tres meses. El amigo comenta el hecho con unas palabras lapidarias: “Sabes, Guido, ahora piensas en muchas cosas. Y sobre todo, piensas en el tiempo que has perdido. Piensas en los paseos que no hiciste, en los gestos de cariño que no diste, en el momento en que mentiste. Piensas en esos tiempos en que escatimaste la moneda del cariño. Sé que es banal, pero piensas que te gustaría volver a decirle lo mucho que la quieres, todas las veces que no lo hiciste y deberías haberlo hecho. O sea, siempre. No es sólo el hecho de que no quieras que muera, sino que no deseas que el tiempo se haya desperdiciado de esa manera”. Hablaba en presente. Porque su tiempo se había roto» [12].
Es raro que un adulto lea su propia tristeza como una invitación a aprovechar el tiempo presente. (…)
La tristeza puede ayudarnos a hacer el bien con prontitud, a utilizar las posibilidades de que disponemos, haciendo que nuestra vida merezca la pena de ser vivida.
P. Giovanni Cucci
Sacerdote Jesuita. Lic. Psicología, Doctor en Filosofía
(Extraído y adaptado de La Civiltà Cattolica 2022. Mayo 6, 2022)
Referencias Bibliográficas
A. V. Horwitz – J. C. Wakefield, The Loss of Sadness: How Psychiatry Transformed Normal Sorrow into Depressive Disorder, New York, Oxford University Press, 2007.
American Psychiatric Association, DSM-5 Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, Panamericana, 2018.
A. Frances, Primo, non curare chi è normale, cit., 52; 179; cfr F. Occhetta, «La salute tra etica e diritto», en Civ. Catt. 2016 IV 269-281.
Cfr B. Rosenthal, «The nature and development of encounter group movements», en L. Blank – G. B. Gottsegen – M. G. M. Gottsegen (eds), Confrontation: Encounters in self and interpersonal awareness, New York, Macmillan, 1971, 435-468.
Cfr G. Cucci, Paradiso virtuale o infer.net? Rischi e opportunità della rivoluzione digitale, Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2015, 42-57; D. Winnicott, «La capacità di essere solo», en Id., Psicoanalisi dello sviluppo, Roma, Armando, 2004, 156-163; S. H. Konrath – E. H. O’Brien – C. Hsing, «Changes in Dispositional Empathy in American College Students Over Time: A Meta-Analysis», en Personality and Social Psychology Review 15 (2011) 180–198.
S. Turkle, La conversazione necessaria. La forza del dialogo nell’era digitale, Turín, Einaudi, 2016, 50; cfr Id., Insieme ma soli. Perché ci aspettiamo sempre più dalla tecnologia e sempre meno dagli altri, Turín, Codice, 2012; S. Mann – R. Cadman, «Does Being Bored Make Us More Creative?», en Creativity Research Journal 26 (2014) 165-173.
Cfr G. Cucci, Abitare lo spazio della fragilità. Oltre la cultura dell’homo infirmus, Milán, Àncora – La Civiltà Cattolica, 2014.
www.gawker.com/louis-c-k-s-explanation-of-why-he-hates-smartphones-is-1354954625
C. Casagrande, «L’uso delle passioni», en Oss. Rom., 10 de noviembre de 2010, 4.
Sum. Theol., I-II, q. 35, a. 4).
Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, n. 318.
G. Carofiglio, Ad occhi chiusi, Palermo, Sellerio, 2003, 88.
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